jueves, 20 de mayo de 2010

El vagón de las historias

Uno de esos textos que los escritores no deberíamos mostrar


Me encuentro en una estación desierta. He llegado cinco minutos después que se fuera el último tren. Debo, por lo tanto, esperar a que llegue el siguiente. Por eso me he puesto a escribir, para no aburrirme. Estoy solo. // ¡Parece que voy a tener suerte! Se escucha los raíles de un tren, lejos… ¡Es en la dirección contraria! Todas las mañanas, las tardes, en aquella dirección contraria se dirige mi padre. Desde hace mucho tiempo. Y pienso también que no estaría mal matar el tiempo escribiendo, claro que sería más cómodo con mi neebook, un ordenador pequeñito que me hace carantoñas y al que nunca se le acaba la tinta, ni los folios para escribir. //Me conformo con un trozo de papel blanco, y casi me olvido del mundo, o mejor dicho, me olvido de todos menos de él. Ahí está frente a mí: no es más que un niño sentado de espaldas al asiento con la carita estampada en un cristal repleto de mierda. Juega con la luz que se refleja en un mayo vespertino, airosos años donde el calor todavía no ha comenzado a asfixiar, fresco y libre como se anunciaba en la primavera de los abuelos, miradas de otros tiempos que se esconden en el olvido, y que la memoria no alcanza, a veces, ni siquiera dándole de un tirón de orejas. A veces, también, me pregunto que poseerán las estaciones de tren, que siempre fascinan. Es curioso como siendo un tópico, un recurso tan viciado, los escritores sigamos cayendo en él, como caen las moscas cuando ven un fogonazo de luz ultra brillante. Y ese cristal me enlaza de nuevo con el niño jugando en el cristal sucio, un abanico de porquería que transforma la luz en un arco iris sucedáneo. Aún me pregunto si las ventanas de esta empresa de ferrocarril no se limpian por lo mismo, para ofrecer un recurso, un complemento que solo los romanticotes modernísimos y empalagosos podemos apreciar. // Y por fin, un ruido… el tren, esta vez en la buena dirección. Me levanto y elijo el asiento de lado, siempre me ha gustado viajar de lado, mirando al frente por uno de esos grandes ventanales. Con el culo estampado en el plástico, vuelvo a sacar el papel y continúo escribiendo, porque ya, a estas alturas no hay quién me pare. Lo mejor de las estaciones y los trenes es escuchar las conversaciones ajenas. Las miradas de los otros. Y te parece extraño como los problemas de los demás son tan similares a los de uno: “Hay que ir a Málaga para que te devuelvan el dinero… sí, que Mariano se quede en casa a cenar” Esas son las conversaciones que te intrigan, como también la actitud extraña entre un viejo verde y una mujer de mediana edad. Abrazos sospechosos, y palabras cortantes entre dos seres con alguna conexión que no consigo establecer. Y también me intriga si alguien como yo, (algún romántico de las estaciones) anda pendiente de mis gestos, de mis ojos tristes, del cansancio, porque ahora el pensamiento explota como un globo pinchado por una voz metálica: “Próxima parada…” Una voz que me obliga a bajar y abandonar el vagón de las historias.

domingo, 9 de mayo de 2010

Mi amigo Peter


Siempre me ha gustado volar en sueños, en la realidad de los ojos cerrados, en la oscura racionalidad de la infancia. Me duermo con la ilusión de vivir aventuras, con la intención de no olvidarlas en el desvelo. Esa es la razón por la que me vendo los ojos en medio de la calle, ando ausente. Ya me di cuenta desde niño que actuar como un adulto es un aburrimiento. Y por eso no quise crecer, ni aprender las manías de los mayores. No quiero andar recto, ni mirar el reloj, ni alcanzar la solemnidad que tanto detesto. Cada vez es más difícil resistir al empuje de la vida autómata que nos han marcado, el camino gris. Aunque todavía mantengo la esperanza. La esperanza de que un niño me despierte y me ofrezca la mano para saltar de la ventana y viajar al País de Nunca Jamás.

Recordando a J. M. Barrie en el 150 aniversario de su nacimiento.